Publicado en 1886, Louise Leclercq es una obra de Paul Verlaine.
Apenas hay una melancolía más densa, una tristeza más pesada que la idea de vivir en esas enormes casas de yeso, de cinco y seis pisos de altura, con sus innumerables contraventanas grises, como los pechos de esqueletos planos contra el blanco sucio de la pared, de la vieja suburbios de París. Hablo más especialmente de los barrios apacibles, honestos, donde la edificación prosperaba gracias a inquilinos que pagaban bien, donde se podían formar larguísimas calles sin aire y sin sol. El pequeño rentista que alquila tan magníficamente al poseedor de estos espantosos falansterios tiene buenas razones para ser un imbécil la mayor parte del tiempo, porque ¿quién podría, a cierta edad, cuando llega el momento del descanso, acabar con su vida, ni siquiera felizmente? pero en silencio, en tales condiciones de fealdad antihigiénica y monotonía venenosa? El joven, el ama de llaves que tiene que amasar su fortuna o ganarse el pan con la vida cotidiana, puede en un apuro aceptar esta higiene absurda, acostumbrarse a ella, aguantarla, pero a costa de qué perverso aburrimiento, sin embargo, ¡Qué sentimientos perversos, qué ganas de romper para siempre este marco negro y salir de él por lo que se filtra! ¿Y cuántas culpas lamentables de cualquier orden podrían explicarse, si no excusarse, por estos motivos tortuosos, no reconocidos, insospechados, de antecedentes análogos o similares?